8 de abril de 2012

Fue el contacto de sus manos lo que les hizo viajar. En medio de la atestada Gran Vía, el simple roce de sus pieles les trasladó a un pasado que en ese preciso momento se les echaba encima inevitablemente. Justo antes, un momento antes de ese roce, no había lugar en su memoria para el recuerdo de aquel ser. Su recuerdo se había apagado tan lentamente, como una vela que se consume cuando la oscuridad es necesaria.
Sus días hubiesen continuado de manera rutinaria si ese choque tan pequeño pero explosivo no hubiese tenido lugar. Esa mano hablaba, y la otra no sabía que contestar, o simplemente no quería reconocerla.
Ese tacto les devolvió al pasado, a las calurosas noches de verano  en las que caminaban entre las luces, los destellos reflejados en sus ojos cuando simplemente las miradas se encontraban, los pasteles de intenso sabor y sus bocas chocantes, cortantes. El sabor de los días tranquilos, la hierba húmeda, el olor a cemento y la azotea que todo veía.
En cambio ahora todo era diferente. Una mano observaba la vida de manera pesimista, las calurosas noches de verano habían pasado a ser sofocantes largas horas difíciles de soportar, la hierba húmeda simplemente era un estorbo y el día a día suponía una rutina incesante. En cambio el roce de esa otra mano que ahora era nerviosa pero sensible, que añoraba el sabor de los días tranquilos y que seguía  adorando el olor a cemento, le proporcionó un momento de serenidad y tranquilidad. Su mente se despejó momentáneamente y las preocupaciones volaron, apoderándose del aire que respiraban los edificios. Una sonrisa nació en su boca entre tanto alboroto. Pero ese momento debía de acabar, pues la muchedumbre exigía rapidez. Se separaron aquellas manos que llegaron a estar tan cerca y a compartir tantas miradas y pasteles, para seguir con sus caminos, y chocar con las otras manos que suponían simplemente eso; una mano más.

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